La confianza es
un factor decisivo en prácticamente todas las facetas de nuestra vida. Cuando
confiamos en nosotros mismos somos más proactivos y eficaces, cuando confiamos en
el futuro somos más felices y cuando confiamos en los demás tenemos relaciones
de mayor calidad, más auténticas y enriquecedoras. La confianza es fundamental
para cualquier ser humano y sin embargo es una de las experiencias más frágiles
de cuantas somos capaces de vivir. Basta un pequeño malentendido, una decepción
pasajera o una simple crítica u opinión negativa de una tercera persona para
romper en mil pedazos la confianza construida durante meses o años. Además, en
ocasiones, una vez que se ha roto es tremendamente difícil recuperarla.
Una de las principales causas de
esta fragilidad es nuestra incapacidad para gestionar el riesgo y la
incertidumbre. Esto ocurre cuando buscamos certezas absolutas, cuando
necesitamos tener una garantía total de que la otra persona actuará de acuerdo
con nuestras necesidades y deseos. En estos casos desconfiamos para
protegernos, para tratar de estar más seguros. Sin embargo las consecuencias de
la desconfianza son, en muchos casos, peores que aquellas que tratamos de evitar.
Cuando perdemos la confianza en
los demás los grandes perjudicados somos nosotros mismos
Cuando la desconfianza se apodera
de una relación, necesitamos estar especialmente atentos a los gestos y
comportamientos del otro, vigilando cada palabra cada comportamiento inusual
para interpretarlo y utilizarlo en nuestro desesperado intento de prevención.
Los problemas se acentúan cuando ponemos en marcha un patrón sesgado de
interpretación, es decir, cuando interpretamos sistemáticamente los
comportamientos del otro como confirmaciones de nuestra teoría. Si el otro hace
algo raro, pensamos que debe estar tramando algo, y si hace aquello que
esperábamos entonces es que esta disimulando para ganar tiempo. Este patrón
tiende a generalizarse, y si no ponemos límites, es fácil que empecemos a
desconfiar de otras personas cercanas que no tenían nada que ver en el
problema.
Podemos
si queremos
Esa vigilancia excesiva podría
terminar por distanciarnos de los demás. Es difícil disfrutar de la compañía de
alguien si toda nuestra atención está ocupada tratando de encontrar la pista
definitiva que confirme nuestras sospechas. Estaremos tan empeñados en no
mostrar nuestras cartas que dejaremos de prestar atención a lo importante, a lo
valioso de nosotros que podíamos dar a la otra persona y a la parte de sí mismo
que la otra persona podría estar intentando compartir con nosotros. El
resultado final serán relaciones
más frías y distantes de menor calidad
y en las que colaboración y la posibilidad de alcanzar objetivos comunes se
hace casi imposible.
Nos guste o no, cuando perdemos
la confianza los grandes perjudicados somos nosotros mismos. La cuestión
es como salimos de la encrucijada. Si confiamos podremos relajarnos, volver
a disfrutar de la relación y volver a participar de las oportunidades y
sinergias que nos aportaba la relación. Por otra parte, volver a confiar
implica quedar expuestos de nuevo, renunciar a la seguridad que creíamos haber
ganado. Es evidente que se trata de una elección, y eso es una gran noticia. Podemos
elegir. Podemos volver a confiar si queremos, aunque no estamos obligados a
hacerlo y tenemos todo el derecho del mundo a asumir los riesgos que esta
elección conlleve, por ilógico o terrible que pueda parecer.
No deberíamos olvidar que todos, por el hecho de
nacer sin que nos pregunten:
tenemos derecho a equivocarnos.
Lo que carece de sentido es
cargarle a la otra persona la responsabilidad de nuestra elección. Es tentador
pensar que es la otra persona quien debe recuperar nuestra confianza, pero es
un error. La confianza no depende del otro, es una elección que depende
exclusivamente de nosotros mismos. Sólo nosotros podemos elegir en quién
confiamos y cuándo.
La confianza, como tantas otras
cosas, es una cuestión de expectativas, y las expectativas son responsabilidad
exclusiva de quien las crea. Probablemente para volver a confiar tenemos que
hacer dos cambios importantes. En primer lugar revisar nuestras expectativas,
quizás esperábamos demasiado del otro. Quizá dimos por hecho que la otra persona
conocía lo que esperábamos de él o ella y que solo por eso debía actuar de
acuerdo con nuestros deseos. No deberíamos olvidar que todos, por el hecho de
nacer sin que nos pregunten, tenemos derecho a equivocarnos, a cansarnos, a
cambiar de opinión y a pensar en nuestro propio beneficio de vez en
cuando.
La costosa máquina de la desconfianza
El segundo cambio es coger con
más fuerza aún la responsabilidad de las consecuencias. Si empezamos a
desconfiar es porque en algún momento asumimos que las posibles consecuencias
de seguir confiando eran lo suficientemente graves como para justificar el
enorme esfuerzo que conlleva la desconfianza. Nunca está de más repetir ese
análisis, en muchos casos tendemos a exagerar o dramatizar las consecuencias o
implicaciones de ciertos eventos sin darnos cuenta. Así que preguntémonos si
realmente lo peor que podría ocurrir es tan grave como para justificar la
puesta en marcha de la costosa e improductiva máquina de la desconfianza.
Al
final, se trata de una vez más de gestionar nuestras expectativas y elegir. Y
eso siempre es una gran noticia, porque lo peor que puede pasar es que nos
equivoquemos y hasta en ese caso, tenemos la oportunidad de asumir las
consecuencias y buscar una nueva oportunidad para hacerlo mejor, ¡faltaría más!